Sangre color granate empezó a brotar
descontrolada por un costado de la cabeza. Lentamente, como una cascada, se
precipitaba salvaje llegando a caer pausada pero constante sobre un frío suelo;
cuyo color azabache, recordaba al fondo de un pozo. Recién le habían cortado la
oreja izquierda con un cuchillo a un sujeto de estatura media. Más bien un gran
cuchillo con hoja de sierra la que, indudablemente, hacía cortes abruptos y
torpes. Además de mostrar (esto lo aclaro por si es relevante para la
investigación) una clara oxidación debido al tiempo y al uso.
Dicho personaje (encadenado de pie)
tenía el cuello, las muñecas, las rodillas y los talones sujetos con una
especie de férreos cierres de hierro. Sus ojos, aunque vidriosos, habían dejado
de llorar hacía un par de horas. Ya no tenía más por lo que lamentar o, mejor
dicho, no disponía de nada con lo que mostrar su lamento. También trataba en
vano de liberarse (curioso, ¿eh?) con movimientos torpes que le dejaban
exhausto y solamente conseguían darle una imagen de desgraciado luchando contra
una fuerza superior a él.
–Por favor, no me mires con esos ojos
de cordero –le avisé, pasándole el dedo índice por su mejilla hasta la cinta
adhesiva que tenía pegada sobre los labios.
Saqué una navaja española de un carro
metálico sobre el cual reposan una multiplicidad de artilugios punzantes y
empezó a afilarla. El ruido metálico envolvía la sala de quirófano y se hacía
más intenso a medida que el doctor avanzaba hacia el paciente. Los ojos del
sujeto iban ensanchándose una y otra vez. Por su boca salía, o lo que podía
permitirse salir, unos gemidos de pánico que se asemejaba más a un berrido que
a algo propio de un ser humano.
Acaricié el cuello de la víctima con la cuchilla
afilada. Todo estaba en un extraño silencio: “bom… bom… bombom…”, sólo se oía al acelerado corazón bombear y
como este aumentaba el ritmo progresivamente a cada segundo que se demoraba lo
inevitable.
Entonces empezó de nuevo. Realicé varios cortes
limpios en cada una de las mejillas al mismo ritmo que el joven gemía de forma
confusa, mezclándose (esta observación no es objetiva) el dolor con el placer.
Y como al principio, la sangre brotó de nuevo, lentamente, hasta juntarse con
las saladas lágrimas sobre unas húmedas y pálidas mejillas. Parecía un proceso
cíclico: el mismo resultado.
–¿No te lo dije, no te lo advertí? –le pregunté–. No
pongas esos ojos de cordero pues no soy tu pastor, yo soy el dueño del matadero.
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