La noche se cernía sobre ellos. El viento de verano mecía la hierba
alta. Refrescaba sus cuerpos agitados, extasiados por el esfuerzo
físico, cubiertos de la sangre de enemigos caídos. Se miraban a los
ojos, la noche era el mejor escenario para aquel último envite. El
samurai desenfundó su katana trazando un arco desde la vaina de esta
hacía la derecha, dejando el arma perpendicular a su cadera,
asiéndola con una mano. Después continuando con los movimientos
lentos y casi rituales de su cuerpo en tensión, pasó a sostener la
espada con ambas manos, encima de su cabeza.
Su contrincante dejó el rifle que llevaba tirado, y desenfundó
también su espada, llevaba una katana también, pero al contrario de
su contrincante, no era el fruto de una herencia familiar, un arma
que había pasado de padres ha hijos desde la época feudal. Era un
botín de guerra que le había arrebatado a otro samurai, antes de
descerrajarlo de un tiro y cortarle la coleta, llevándose arma y
mechón como botín de guerra como trofeo.
Aún así a pesar de ser sólo un botín, sabía esgrimir aquel arma.
Desde niño había aprendido a usarla, en un dojo, y no era un mal
espadachín. Aunque aquella revolución acabaría con la necesidad de
saber manejar katanas, al igual que estaba acabando con la necesidad
de la clase samurai.
Asió la katana también, delante suyo, con ambas manos, una en el
principio de la empuñadura y otra en el final, casi en el pomo.