Te echo de menos, la verdad. Llegaste a mi vida, como un regalo,
alguien, desesperado por darle un poco de ritmo a mis días te
objetizó, y te convirtió en presente. ¿Quien podía imaginar que
tenías más alma que muchos humanos? Yo lo había perdido todo, o
eso creía, que fácil es ver la verdadera cara de la gente, cuando
dejas de estar para la gente. Es increíble como ves de que están
hechas de verdad las personas cuando dejas de regalarles tu mejor
faceta. Cuando te cierras en ti mismo, porque sólo puede salir de ti
dolor y amargura.
Roto, desolado, consumido por la soledad y desengañado de las
personas y de cualquier valor mínimamente positivo que se les
pudiera suponer, apareció en mi vida un pobre bicho en una caja de
cartón, temblando y aterrorizado. Cuando lo cogí y escruté con mi
mirada, preguntándome que clase de animal regala un perro, como el
que regala una colonia, metiéndola en una caja, el pobre bicho se
orinó. Estaba igual de asustado que yo. Sólo que él tenía la
honestidad de no levantar un disfraz de apariencias y expresiones
frías para taparlo.
Se pasó tres días enteros asustado, comía, bebía, dejaba todo
hecho un desastre llenándolo todo de inmundicia. Por las noches
gemía, asustado y luego se quedaba quieto en un rincón, esperando a
que nadie le hiciera daño. Yo me resignaba, limpiaba y le daba su
espacio. Realmente echaba de menos esa resignación, echaba de menos
cuidar de alguien. Es duro cuando te resignas a cuidar de alguien,
porque lo quieres, pero es más duro que no hay nadie, ni para
cuidarte ni para que le cuides.
Y un día, mientras yo estaba medio adormilado en el sofá, viendo
una película mala, y con la boca torcida y como siempre, muestra de
un continuo enfado con el mundo, con la vida y conmigo mismo,
apareció, entre los pliegos de la manta que me mantenía cómodo y
calentito en invierno, me lamió la mano y se tumbó sobre mi vientre
a dormir. Me hizo sentir tanto calor, allí donde nunca más pensé
que lo sentiría, que no pude hacer otra cosa que intentar contener
las lágrimas de la emoción, al sentir de nuevo que tenía un
corazón que podía latir y sentir.
Y se convirtió en mi sombra. Por las mañanas se acercaba a la cama,
a primera hora, y empezaba a soltar sus agudos ladridos de cachorro
para que me levantara y le pusiera de comer. Y ya me daba la excusa
perfecta para no tirarme el día tirado en la cama hasta que me dolía
el cuerpo de estar parado, y le veía comer con tal ansía, que me
daba ganas de desayunar yo también fuerte.
Algo tan simple me daba energías, y me hacía moverme, lo cual me
alejaba de mi depresivo y derrotado estado. Y eso me daba la mejor de
las excusas para jugar con él, que era incansable y quería juego a
todas horas, que no paraba de correr a mi alrededor y revolotear. Y
verle tan lleno de fuerza, me dio ganas de sentirme fuerte también.
Y entonces empecé a salir a correr, a hacer ejercicio, a ponerme en
forma, a quemar todo aquello, que me consumía desde hace tiempo.
Me acuerdo que un día estaba haciendo pesas, press banca, llevando
mis músculos más allá de la extenuación, forzando, intentando
quemar aquello que tanto pesaba y dolía. Y rugía con cada
repetición en la que dejaba todas mis fuerzas, y maltrataba mis
músculos. Y el se acercó, empezó a soltar sus ladriditos, y a
mordisquear mis zapatillas de deporte, aún las tengo, aún tengo la
lengüeta de las mismas marcada por sus afilados dientecillos. Yo
cuidaba de él, pero él cuidaba más de mí, obligándome a
cuidarme. Ese fue el último día en el que maltrate a mi cuerpo
forzándolo, y fue el primero en el que empecé a mimarme, a cuidarme
y a quererme sin saberlo si quiera.
Era como una bola de pelo, y quería estar siempre a mi lado. Y un
día se me puso en el teclado del ordenador, mientras trabajaba en el
mismo, escribiendo. Me hizo tanta gracia el cuidado que ponía en
caminar sobre las teclas, casi como si quisiera escribir el también
que decidí echarme una foto con él. Y fue entonces cuando me dí
cuenta de que ahora mi pelo no caía tan lacio y había recuperado
color, dejando de esta mustio y apagado, que mis labios no formaban
de forma continuada una expresión malhumorada, y que mis ojos habían
recuperado su brillo, no estaba a la mitad de mis fuerzas, podía
estar mucho mejor, pero ahora había recordado que yo estaba vivo,
que seguía vivo, que tenía casi el deber de recordarlo y
disfrutarlo por los que había perdido.
Decidí afeitarme, cortarme el pelo, para no parecer un vagabundo,
siempre, desde que se me empezó a arreciar el pelo de la cara, me
había gustado tener barba y el pelo largo, y al verme en esa foto,
mejor de lo que hacía mucho tiempo que estaba, pero todavía no tan
bien como podía llegar a estar, decidí abandonar esas pintas
desgreñadas, recuperar mi barba corta y arreglada, y mi pelo largo y
cuidado. A él le encantaba aullar mientras yo cantaba mis viejas
canciones a la par que me afeitaba y recortaba la barba. Menudo dúo
éramos.
Salíamos a correr, jugábamos y nos revolcábamos por toda el suelo
de esa casa que ya no parecía tan grande y tan vacía, luchando por
un hueso de plástico que sólo él debería haber mordido pero que
yo me pugnaba con todo el gusto, contra él, y ahora lo reconozco
algo sonrojado por la infantilidad y por la insalubridad de tal
afición. Me hacía sentir como un niño. Protegido, querido,
cuidado, especial, ilusionado. Era el mejor amigo que había tenido
nunca. Recuperé mi amor por el cine y volví a sentir su
magnificencia, mientras él se tumbaba poniendo la cabeza sobre mi
regazo y durmiendo mientras mi mano acariciaba su lomo. Volví a
cantar como he dicho antes mientras él me hacía los coros y
revoloteaba a la par mientras yo bailaba como el peor de los cojos
arrítmicos. Recuperé la alegría de vivir, con el amigo más leal
que había tenido nunca.
Perro. Que noble palabra, cuanto significado, cuanta bondad, lealtad,
honor y cariño en una sola palabra. Ojala me llamaran perro y no
humano.
Era enorme, creció un montón, vaya monstruito, y era precioso. Mi
mejor compañero de armas y el único, descubrí que podía reír a
carcajadas de nuevo cuando un día oí estrépito en la cocina y
cosas caer al suelo y vi que había abierto la nevera y se había
tirado una tarta de chocolate encima pingándose entero, mientras me
miraba con los ojos muy abiertos, como si quisiera decirme "¿¡Quien
diablos a hecho esto?! ¡Ya verás como le pille!". La vida no
había conseguido arrancarme lo mejor de la misma, que es reír a
carcajadas. Y cuando me desternillé y recordé de nuevo lo alto y
estrepitoso del tono de mi carcajada, él se acerco y levantándose
sobre sus dos patas se me abrazó, lamiéndome y pingándome entero.
Un ser sin raciocinio, movido por el instinto, tenía el alma más
grande y especial que había visto en mucho tiempo, me enseñó a
aferrarme a mis instintos, entre ellos el de supervivencia, dándome
permiso para cerrar mis heridas, para olvidar, para llorar y gritar
"¿Por qué me tuvo que pasar a mí? ¿Por qué les tuvo que
pasar a ellos? ¿Por qué me quede aquí y ellos se fueron" Pero
también para reír a carcajadas, hasta que los ojos se me
humedecieran, porque las carcajadas, las risas y las sonrisas, son
las que dan lugar al conocimiento de que no todas las lágrimas son
amargas, de que también hay lágrimas de felicidad, y de emoción. Y
entonces, con toda la cocina empantanada y marraneada, antes de
ponerme a limpiarla, con él revoloteando y agitando, y con una
sonrisa y lágrimas en la cara, llorando por lo que había perdido, y
por lo que curaba y me dejaba sonreír de nuevo, volví a levantar
los marcos que boca abajo, ocultaban las fotos de mis hijos y de mi
esposa.
Ese día, cuando me fui a dormir, el bicho se vino conmigo, se tumbó
en la cama y dormí de un tirón hasta el día siguiente.
Si sigo vivo, es por él, porque el apareció, porque me salvó de mi
mismo. Porque me quitó mi débil y angustiado corazón de humano, y
me devolvió la ilusión poniéndome un corazón de perro que valora
la vida, incluso la que ya no está, y convierte los recuerdos en un
regalo y no en una carga.
Ahora ya no está. Y siento si es un final amargo para el relato, te
invito a llorar conmigo su ausencia, si prometes mantener una sonrisa
en honor a su recuerdo. Cuando se fue, se me empezó a quebrar el
espíritu y a resquebrajar el corazón. No sabía que iba a hacer con
mi vida, sin su leal compañía, la más leal que nunca nadie dio a
una persona. No sabía que iba ha hacer, como iba a superar aquello.
Y su recuerdo empezó a inundarme, con una fuerza demoledora, porque
sólo tenía buenos recuerdos de él que sólo me hacían sentir
calor, un calor suave y balsámico, que cierra heridas y provoca
lágrimas que desahogan. Y entonces supe que su tiempo había
terminado, que había sido muy feliz, haciéndome un hombre feliz de
nuevo, que mi mejor amigo, me había regalado la vida y el valorarla,
y que tenía se seguir adelante, porque lo que le separó de mí fue
el tiempo, que injustamente para él, pasó más rápido que para mí,
pero contra el tiempo no hay nada que hacer, nadie lo puede, y de
malgastarlo sufriendo, prefiero invertirlo, recordándolo, recordando
con ternura como me seguía a todos lados y me mordisqueaba sin
hacerme daño para obligarme a animarme cuando se me ensombrecía el
semblante, como me ayudo a recordar con cariño y sin ese dolor
extremo e inaguantable a los que perdí. Seguro que ahora mis hijos
juegan con él, ahora es su mejor amigo, y cuida de mi familia, tan
fiel como fue conmigo, allí donde yo no puedo alcanzarlos todavía.
Un día podré tener a mis hijos en brazos de nuevo, recobrar
aquellas miradas interminables con mi mujer, y escuchar los
melodiosos y llenos de vida ladridos que tanto bien me trajeron.
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