Hola chicos y chicas. Bienvenidos a mi última entrada. Que no suene
a despedida. No sé si por azar o por destino he elegido para ésta
entrada la siguiente anécdota. Quizás como promesa a mi mismo y a
vosotros de que aunque éste es un final para algo que para mí fue
muy grande e importante, no es un final definitivo. Quien sabe.
Tengo muchos, muchísimos motivos para no dejar de escribir nunca,
hasta que dicha afición o pasión, se convierte casi en una
obligación un deber, una maldición. Algo que adoro y que a veces en
mis peores momentos casi detesto. Todos tenemos malas rachas y yo no
soy menos, más aún con la controversia de que o estoy en lo más
alto o en lo más bajo sin poder encontrar, de momento, termino
medio. Y hay veces en las que uno sólo siente ganas de desaparecer.
Y por suerte o por desgracia en esas ocasiones recuerdo todo lo que
me queda aún por escribir, todo lo que tengo que sacar de mi
cabecita y me siento en la obligación de eliminar esos
autodestructivos pensamientos. Quizás un día escriba todo lo que
tengo dentro. Aunque nunca nadie lo vaya a leer. Ese día supongo que
tendré permiso para desvanecerme como polvo anónimo en las
corrientes del tiempo.
Una de las razones, la que me trae hoy aquí en forma de anécdota,
es una frase que me dijeron y que se me ha quedado grabada a fuego.
Como algunos de vosotros sabréis, soy hijo de libreros, he tenido
suerte al nacer aquí donde he podido saciar gran parte de mis
inquietudes literarias. Y por lo tanto, como hijo de autónomos, me
ha tocado echar bastantes horas en el negocio familiar. No es por
meter critica social a estas alturas, pero no os imagináis lo que
puede llegar a desgastar en éste país ser tu propio jefe. Algo mal
se tiene que estar haciendo para que cueste tanto y rente tan poco.
Uno de mis clientes, un anciano jubilado que en su día fue lo que
podría catalogarse como científico, era un apasionado de la
literatura y quiero pensar que en cierto modo también era mi amigo.
Un hombre con una expresión amable en todo momento y con una fuerza
que la edad parecía no ser capaz de vencer pese a todos sus
achaques.
A menudo Vicente y yo teníamos conversaciones de ámbito literario y
en alguna ocasión hemos compartido escritos a fin de valóralos y
criticarlos para a través del descubrimiento de otros puntos de
vista mejorar nuestras facultades literarias. Un día estábamos
hablando y además creo que de una novela en la que aún a día de
hoy no sé cuando lo leáis vosotros, estoy trabajando, una novela
que ha sido causa de numerosos atascos y de arduas jornadas de
trabajo. Mi situación personal, la falta de tiempo y sobre todo lo
perfeccionista que intento ser con ella me complican mi tarea como
escritor numerosas veces.
Hablando de esto Vicente me miró, con esa fuerza que irradiaba su
persona, esa fuerza para ser un buen hombre aún en estos días, para
ser así de amable, así de positivo, así de sonriente. Esa fuerza
que despertaría admiración a cualquier hombre sensato y honesto y
me aconsejó:
"Borja, no te pares. No te pares nunca. Que tengo mucho que leer
tuyo." La frase y consejo me dejó estupefacto. Casi pude ver en
esas sabias y aguerridas palabras el rastro y leyenda de un hombre
que en toda su vida, nunca, jamás de los jamases hubiera tenido que
retroceder o detenerse. Con una convicción y fuerza, dignas del
mejor de los mejores. En sus palabras había un poder que supera los
años y todo lo que los mismos pesan. Parecía que nada pudiera
acabar con un hombre así, con alguien que expresara tal autoridad al
hablar y al mirar a la gente. Alguien lleno de sabiduría y de
fuerza. Alguien que parecía hecho de la pasta de la que, otrora
cuando el mundo aún era místico y mágico, se forjaban los antiguos
héroes. "No te pares. No te pares nunca."
Durante toda mi vida, he querido ser de una forma concreta y durante
demasiado tiempo me he perdido alejándome de ese hombre en el que
quería convertirme a base de malas decisiones y de falta de valores
y actitudes sensatas, tan desesperado por llegar al final de un
camino, que perdía la guía que pudiera ofrecer el mismo por no
mirar por donde andaba. Ha día de hoy creo estar en la dirección
correcta para encontrar el camino, aún me falta para llegar, y será
duro y largo de recorrer una vez lo encuentre. Probablemente me lleve
toda la vida, pero me contentaré si cuando me llegue el final, he
acabado de recorrerlo y soy la clase de hombre que quiero ser. He
encontrado la paz y conseguido que mantenerme fiel a mis valores e
ideales.
Aún queda mucho para estar siquiera cerca del comienzo. Pero poco a
poco siento que avanzo, siento que aprendo. Hay gente a la que le
debo ser escritor, porque me han enseñado, a nivel literario y a
nivel ético a ser un escritor y un hombre. Gente que me ha dado
razones para seguir con mis dos sueños, ser escritor y recorrer ese
camino sin dejar de aprender un sólo minuto. Vicente fue una de
estas personas, le debo mucho, porque hizo más que darme una frase.
En su carácter, en esa fuerza, encontré un ejemplo que me acercaba
más a lo que quiero ser. Así que gracias, tanto a él como a otras
personas de las que he hablado aquí o donde fuera, y por supuesto a
las que para mi vergüenza aún no he hecho mención.
De nuevo me enrollo más que una persiana. Queridos lectores aquí os
dejo algo que me enseñó mucho, espero que también os sea útil. Ha
llegado el momento de despedirse, de acabar éste capítulo llamado
Literatura, y la entrada que lo "epiloga" ya he hablado
mucho de ésta etapa y de lo que significó para mí. Gracias una
última vez. Allí donde cada uno vayamos, volveremos a encontrarnos,
estoy seguro, para mi camino espero tener fuerzas e ingenio, para el
vuestro os deseo ánimo, felicidad y paz. Un saludo, vuestro
escritor, Borja Díaz Casas.